Después de diciembre viene enero. Es una verdad de Perogrullo pero tiene su cosa. Antes se hablaba de la cuesta de enero. Después de los gastos navideños se hacía difícil llegar al fin de mes en enero. Para los que estamos metidos en cuestiones administrativas, este mes es también complicado. Significa mucho trabajo. Significa, para la mayoría, revisar contabilidades, cerrar ejercicios contables de comunidades, actividades y organismos mayores. Por si no fuera poco, hay que hacer también los presupuestos del año siguiente. Todo en el reducido plazo de un mes. Si nunca falta el trabajo pendiente encima de la mesa, en este mes la acumulación llega a niveles de cuasi-desesperación.
Sin embargo, es uno de los momentos más importantes del año. ¿O no? Pues, según se mire. Hay quien se toma todo esto de la contabilidad como una obligación que hay que cumplir. No se sabe muy bien quién ha puesto la obligación. Quizá haya sido el gobierno de la nación a través del ministerio de Hacienda. O el Código de Derecho Canónico. O el derecho particular de cada instituto (que son muy particulares pero en algunas cosas se parecen mucho). Una obligación más que recae sobre ecónomos y administradores. Para muchos, un trabajo inútil.
Es un error pensar así. Algún día nos daremos cuenta de que la contabilidad no es sólo un ejercicio fatigoso y cuyo resultado no interesa a nadie. Algún veremos los libros de contabilidad como un tesoro grande de información que debe ser una importante ayuda para la gestión de nuestras comunidades, de nuestras actividades, de nuestros organismos. Saber de dónde vienen nuestros ingresos, en qué nos gastamos el dinero, cómo podemos financiar nuestros esfuerzos misioneros, es importantísimo. Y la información está ahí, en los libros de contabilidad. Algún día veremos la contabilidad como una herramienta básica de gestión sin la cual no podremos tomar nunca la decisión correcta. Porque es un elemento imprescindible para un adecuado discernimiento. Algún día.