Lo dijo Manuel Pizarro, economista y expresidente de ENDESA: “No hacer nunca nada que no se pueda contar y explicar.” Dijo que había sido un principio que había regido toda su vida profesional. Y creo que religiosos y religiosas, sobre todo los que estamos en la administración nos la deberíamos aplicar siempre.
Fue en la conferencia que pronunció hace unos días en el Instituto de Teología de Vida Religiosa de Madrid en el marco de una jornada de estudio en torno al documento Economía al servicio del carisma y la misión recientemente publicado por la CIVCSVA al que ya hemos dedicado una entrada en este blog y al que dedicaremos pronto alguna más.
Me ha hecho pensar la frasecita. Me ha hecho pensar en las facturas que se pagan sin IVA, en las personas que empleamos sin hacer los papeles como las leyes laborales mandas, en los contratos que hacemos con empresas de amigos sin tener en cuenta los intereses de la institución sino los intereses particulares de algunos… Imagino que podría seguir con otros ejemplos. Cada vez que hacemos esas cosas, es posible que, a corto plazo, nos ahorremos un poco de dinero. Pero ¿y a largo plazo?
Es posible que estemos incumpliendo las leyes civiles. ¿Cómo vamos a decir a nuestros hermanos y hermanas cumplir las leyes es la base necesaria de toda convivencia y la forma de contribuir entre todos al bien común? Es que, además, esto sucede en el contexto de un documento que recuerda constantemente que hay que cumplir las leyes civiles y canónicas. Hasta es posible que nos pillen en el renuncio y tengamos que terminan pagando la correspondiente multa.
Pero hay un riesgo mayor. El riesgo reputacional. ¿Se imaginan ustedes el titular en el periódico? “Congregación religiosa defrauda a Hacienda”. No quiero ni pensarlo. Y es un riesgo cierto que no deberíamos correr en ningún momento, nunca.
Y hay un hecho peor. Peor que tener que pagar una multa o ver como se degrada la imagen del Instituto. Porque lo malo no es que se enteren de que hacemos las cosas mal. Lo malo, lo realmente malo, es que las hagamos mal. Tenemos que hacerlas bien. Siempre. Cumplir las leyes civiles y canónicas. Siempre. Ser transparentes y claros en nuestra forma de gestionar. Siempre. Y velar por los intereses del Instituto y de la Iglesia y no por otros quizá más personales pero siempre más oscuros y opacos.
Vamos a tener que aprender a ser más transparentes y claros. Vamos a tener que aprender a dar más información sobre lo que hacemos con nuestro dinero y nuestros recursos. Hacia dentro porque administramos el dinero de todos, el dinero de los pobres, el dinero de la Iglesia y lo tenemos con una sola finalidad: servir al carisma del Instituto y, en definitiva, al Evangelio. Y hacia fuera, porque esa sociedad exige transparencia a todas las instituciones y no se fía (quizá porque en el pasado hemos sido demasiado oscuros demasiadas veces).
Así que quizá sería bueno que cuando fuésemos a tomar una decisión en el campo de la administración, nos planteásemos desde el principio cómo lo vamos a explicar y justificar adentro y afuera del instituto. Y si hay algo que nos avergüenza o que pensamos que es mejor no explicar, entonces quizá se nos debería encender en la cabeza una luz roja que nos dijese que es mejor no tomar esa decisión. Porque correríamos un riesgo reputacional alto y porque posiblemente no esté bien, desde el punto de vista moral, ético y evangélico, tomar esa decisión.
Conclusión: que no hagamos nunca nada que no podamos contar y explicar públicamente. A ver si es verdad.
Totalmente de acuerdo
Muchas gracias
Estuve presente en la jornada y escuché decir a Manuel Pizarro la frase, que repitió en varias ocasiones, como si de una mantra se tratase.
Es un equivalente al «haz a los demás lo que quieras que te hagan a ti». Se trata de un principio tan sencillo como irrenunciable, que incluso excedería del mero campo de la administración de los bienes, pero que en éste nos permite disponer de un criterio de decisión realmente acorde con la coherencia de lo que se es y se intenta ser. Gracias