No es este tiempo para sesudas reflexiones sobre la economía y la administración. Trataré de no ponerme muy trascendental. La Navidad nos invita a contemplar un Dios que se regala sin límites y sin condiciones. Es un niño que es un amor. Lleno de fragilidad nos fortalece en la esperanza y nos anima a seguir caminando. ¡Ese Niño vale la pena! Si alguna vez se pudo decir de él que no se sabía que iba a ser, nosotros ya sabemos lo que fue y lo que es: el testigo mejor que tenemos del amor de Dios, el mismo amor de Dios, el Dios-Amor hecho carne. Y ya sabemos cómo va a terminar su historia: entregándolo todo, entregando la vida por amor.
Todo esto nos habla de la buena administración de Dios. Dios no tiene y no es más que un tesoro: su amor. Dios es Amor. Y eso que tiene y es lo regala a manos llenas, sin condiciones, sin límites, gratuitamente. En su testigo, Jesús, todo lo que hace y dice se hace y dice con un único objetivo: dar testimonio de ese amor. O mejor, amar efectivamente a los hombres y mujeres con los que se encuentra. Ese amor es para todos. Por eso precisamente se manifiesta de una manera especial con los más débiles, los más pobres, los más necesitados, los más abandonados. Ahí tenemos la forma de administrar de Dios: lo que tiene se comparte, se regala con todos, especialmente con los más necesitados.
Ahora viene la coletilla. Deberíamos imitar esa forma de administrar de Dios. Con todo lo que tenemos: recursos humanos y recursos económicos. El único fin es ser testigos del Amor. A eso se orientan todos nuestros recursos: al servicio de la misión (de las personas que la realizan y de las obras en que se concretan).
Y ahora el corolario: todo lo que gastemos fuera de ese objetivo es dilapidar nuestros recursos y administrar mal. Fugas, goteras, lujos, marginalidades, políticas y tantas otras cosas están fuera de lugar y no son más que un signo de que no administramos como Dios lo hace.