Cambiar la forma de hacer las cosas es siempre complicado. Supone dejar de lado los hábitos, las costumbres, las inercias, el “siempre se ha hecho así”. E implica entrar en terrenos desconocidos y nuevos. La incertidumbre, las dudas sobre sí el cambio será a mejor o a peor, nos paralizan. Esto se aplica a la administración y a la espiritualidad. Al gobierno de una nación y al gobierno de la iglesia. Y, por supuesto, al gobierno de los institutos religiosos. Por eso es tan importante hacer muy bien la gestión del cambio.
Hace unas semanas, el gobierno de una provincia de una congregación religiosa me ha pedido ayuda en la elaboración de un plan estratégico para los próximos años sobre los cambios que hay que realizar en la administración tanto a nivel de comunidades, como de actividades y de la misma administración provincial. Cuando me he sentado a pergeñar el primer borrador, anotando apenas las ideas más importantes, he visto con claridad que el primer apartado de ese plan estratégico debería dedicarse a la gestión del cambio.
No es asunto baladí cambiar la forma como se han hecho las cosas en la administración durante décadas. Más aun cuando el grupo tiene una edad media alta. Cuando más mayores, más nos cuesta cambiar y más nos agarramos a lo ya conocido, a lo de siempre, a las inercias del pasado. Lo malo es que la sociedad cambia a velocidad acelerada. Y corremos peligro de quedarnos atrás.
El problema no es determinar los cambios que hay que hacer. Ni siquiera encontrar o buscar los instrumentos técnicos o medios para hacer esos cambios. Todo eso es relativamente fácil y, con un poco de sentido común, se puede concretar. El problema está, sobre todo, en cambiar la mentalidad de las personas que se van a ver envueltas en todo ese proceso de cambios. Lo podemos llamar como queramos: mentalizar, concienciar… La cuestión clave es que las personas asuman la necesidad de los cambios que hay que hacer, vean sus ventajas e inconvenientes –que también los hay, claro está– y se decidan a iniciar el camino, el proceso de unos cambios que son necesarios.
Hay que aprovechar reuniones de superiores, de ecónomos locales, de administradores de actividades, asambleas, reuniones de todo tipo, para explicar el proceso de cambio de tal forma que las personas entiendan lo que se les pide, lo que les va a suponer, lo que se espera de ellas.
Pero también –quizá más importante– hay que tener preparado el discurso, el argumentario, lo que se va a decir. Dicho en términos más coloquiales, con qué palabras e ideas se va a vender la necesidad del cambio, la necesidad de que todos se impliquen y las ventajas que va a tener el cambio para la institución.
El cambio siempre es complicado decía más arriba. Pero se vuelve casi imposible de realizar si se pretende hacer en contra de la opinión del colectivo que va a tener que asumir ese cambio. Hacerlo así supondría un derroche enorme e inútil de energías. Y no andamos muy sobrados de ellas.
Hacer con cuidado la gestión del cambio quizá implique en algún momento que el proceso se haga un poco más lento. Hay que asumirlo. Claro que teniendo en cuenta que tampoco se puede permitir que una minoría “conservadora” bloquee el cambio que un capítulo o un gobierno ha visto como necesario.
Por eso, el primer apartado de cualquier plan estratégico en orden a modernizar la gestión administrativa de un instituto tiene que centrarse en la gestión del cambio. Y pensarlo y realizarlo con mucho cuidado. Sólo así será posible el cambio que se necesita.
Totalmente de acuerdo… Gracias por estas reflexiones en alto ue nos ayudan a ampliar las miras en nuestras búsquedas.