Una comida con un grupo de amigos. Ecónomos y ecónomas a nivel provincial y general, algún laico que colabora con ellos. Se habla de las preocupaciones comunes, del trabajo que se tiene entre las manos. Y en una de las revueltas que da la conversión sale el tema de los espacios, los grandes espacios, en que viven ahora muchas comunidades. Y las implicaciones económicas que ello tiene. Todos coincidimos. Habría que tomar decisiones urgentes.
Imagino que no es necesario dar muchas explicaciones. En los institutos religiosos hay comunidades que se han ido moviendo de un lugar a otro, que han ido naciendo y desapareciendo con una cierta rapidez, de acuerdo con las exigencias de la misión. Ahí no suele estar el problema. Pero hay muchas otras que están marcadas por la estabilidad. Son esos lugares en los que llevamos cien o doscientos años. Son colegios, residencias, etc. En general son instituciones que, tiempo atrás, fueron habitadas por grandes comunidades y que, con el paso del tiempo, el envejecimiento y la escasez de vocaciones, se han ido reduciendo en número. Donde antes había una comunidad de treinta religiosos o religiosas, ahora apenas quedan cinco o seis. Esos son los grandes espacios de los que hablo.
Porque resulta que las instalaciones que ocupa la comunidad son las mismas que entonces. Grandes y amplios pasillos en los que se distinguen las puertas de los cuartos que en tiempos ocuparon los religiosos. Comedores pensados para muchas personas y con muchas mesas que hoy tienen sólo una mesa en una esquina. Salas de televisión y de estar en las que los cinco o seis miembros actuales de la comunidad se pierden en medio de esos espacios vacíos.
A veces esas casas están en el centro de las ciudades. Allí donde los alquileres son más caros. Cada religioso o religiosa dispone de más de 100 metros cuadrados para su uso y disfrute. Si esos metros cuadrados se alquilasen no sería de extrañar que valiesen entre 1.500 y 2.000 euros al mes. Pero nosotros seguimos viviendo ahí. Las inercias nos pueden. Y nadie hace el cálculo de lo que podríamos ganar utilizando bien esos recursos y no ganamos. Ya escribí de esto en este mismo blog. Y eso sin contar los altos costes de mantenimiento que tienen esos edificios. Y que si hace años pagaban entre treinta personas que vivían allí, ahora esos gastos se dividen sólo entre cinco o seis.
Ya entiendo, entendíamos todos los que estábamos en aquella comida, que nos cuesta tomar decisiones. Somos lentos. Pero me da la impresión de que en algunos casos estamos llegando a la parálisis. Eso a pesar de que cada vez que hay un congreso o reunión sobre la vida religiosa queda claro que lo que tenemos que hacer urgentemente es buscar caminos nuevos, dejar el pasado y lanzarnos a la aventura a la que nos llama permanentemente la misión. Parece que todo eso se queda en palabras y que, a la hora de tomar decisiones prácticas, damos vueltas y vueltas para dejar todo como está y luego ver cómo queda.
El tema de los inmuebles y grandes espacios en que viven las comunidades tiene implicaciones de estilo de vida religiosa (en esos grandes inmuebles hasta es más complicado que haya una verdadera vida de comunidad porque es más fácil que todos anden perdidos por sus esquinas además de acostumbrarnos a necesitar unos espacios vitales que nadie o casi nadie, sólo la gente muy rica, tiene en nuestro mundo) pero aquí me bastaría con que todos reflexionásemos en las implicaciones económicas, que son muchas. Y que, en una de esas, nos animásemos a tomar decisiones prácticas, concretas, que se dirijan a no seguir despilfarrando nuestros recursos –esos grandes espacios en este caso– y a ponerlos a trabajar al servicio de la misión.