Pues de esto que iba por la calle a hacer un recado y me encontré con dos religiosas conocidas. Ya se sabe. Toca pararse y hacer los convenientes saludos con su poco de conversación intranscendente. Me dicen que una de ellas ha estado en una reunión y que le ha tocado dormir en un hotel que está hecho en lo que fue una casa de formación de unos religiosos. Me cuenta que el hotel está muy bien y que sigue siendo propiedad de los religiosos. Me cuenta que, cuando lo construyeron, remodelando la casa antigua, lo hicieron pensando que iba a ser un gran negocio. Pero que parece que, precisamente desde el punto de vista del negocio, no va bien. Vamos que tienen pérdidas. Pero ellas y yo tenemos prisa, la conversación termina y nos despedimos.
Sigo mi camino y me quedo dando vueltas a lo que hemos hablado. Es que somos tremendos. ¡Cuántos negocios hemos hecho, hemos empezado, que han terminado muy pronto en ruina! ¡Cuántas veces hemos pasado sobre el asunto como ascuas y ni siquiera hemos querido hacer cuentas y mirar el dinero que realmente hemos perdido! Pienso que a veces en esto del dinero se hace realidad aquello del Evangelio, que somos capaces de mirar la mota en el ojo ajeno y pasamos por alto la viga en el propio. Que planteamos como un atentado contra la pobreza una tarde de cine pero luego despilfarramos en obras faraónicas y sin sentido.
Podría empezar a poner ejemplos de negocios que, sobre el papel, prometieron no sólo salvar la economía de la congregación sino también –ya puestos– de la iglesia misma. Eran negocios clarísimos que prometían unos beneficios enormes con una inversión mínima (a veces no tan mínima). Digo que podría ofrecer muchos ejemplos pero no lo voy a hacer. Por dos razones. En primer lugar, porque me extendería mucho más de lo que permite este blog porque ejemplos hay muchísimos. Y, en segundo lugar, porque seguro que mis lectores conocen tanto o más ejemplos que yo. Aunque sólo sea porque “en todas las casas cuecen habas y en la mía a calderadas”.
Lo malo de esos negocios es que la mayoría suelen entrar en barrena al cabo de un tiempo relativamente corto. O empiezan a necesitar nuevas inversiones de capital con la promesa de que “todo va a cambiar con esa nueva inversión” o “con esa nueva máquina o…” Pero nada. La realidad es tozuda. Terminan por hundirse y hundirnos en la miseria. En algunos casos sin siquiera haber llegado a empezar a funcionar. Pasamos página y preferimos mirar a otro lado, como si nada hubiese sucedido.
Me pregunto cómo es posible que antes de hacer inversiones, millonarias a veces, no seamos capaces de gastarnos un poco de dinero en hacer, por ejemplo, un estudio de mercado o en buscar una buena asesoría. Se nos olvida aquello de “zapatero a tus zapatos” y terminamos viendo negocios donde nadie de nuestro alrededor los ve. Se nos olvida que “nadie vende duros a cuatro pesetas”, que hasta los mejores negocios dan unos beneficios limitados y que no existe la máquina de hacer dinero.
Conclusión: vamos a dejarnos de negocios milagrosos y vamos a tener muy presente que sólo con el cuidado y el trabajo diario y dedicándonos a las cosas que sabemos hacer, podremos en estos tiempos difíciles preservar nuestro capital y hacer posible que nuestras instituciones sigan disponiendo de los recursos necesarios para el cumplimiento de nuestra misión en la Iglesia y en el mundo.
Una realidad, que aunque dura no nos gusta reconocer, excelente artículo.