Decía un ecónomo provincial del que aprendí mucho que teníamos que mirar con todo el cuidado posible cómo gastamos los dineros de la congregación porque en realidad esos dineros son “los dineros de los pobres”. Se me quedaron grabadas esas palabras.
No se trata sólo de que me hiciesen una llamada a administrar cuidadosamente lo que tenemos, a no gastar para entendernos. Indicaba también tanto el origen de nuestro dinero como el destino final.
El origen de nuestro dinero está generalmente en nuestro propio trabajo. No tenemos empresas que nos den beneficios enormes. Como los pobres, trabajamos para ganarnos la vida y para atender a las necesidades de nuestras actividades, tantas veces deficitarias. Vivimos austeramente y de ahí vienen los ahorros que nos permiten atender a esas actividades y ser generosos con las necesidades de otros.
Nuestras congregaciones, todas ellas, más allá de las diferencias en el carisma o en las actividades concretas a que nos dedicamos, están al servicio del Reino de Dios. Nacimos para evangelizar. Eso, que se puede hacer de muchas maneras, no es más que congregar la familia de los hijos e hijas de Dios. Los pobres son la parte indispensable de esa familia, la garantía de autenticidad de que la convocatoria es realmente para todos. El dinero que tiene la congregación se aplica a ese fin o se malgasta.
Por eso, debemos ser buenos administradores, evitar malgastar, ser realista con las necesidades presentes y futuras de nuestras obras y de las personas que forman la congregación. Todo eso es atender la misión. No estamos para hacer templos magníficos ni casas lujosas. Administramos el dinero de los pobres y lo administramos para ponerlo al servicio del Evangelio. Hay que tenerlo siempre presente, en las cuentas pequeñas y en las grandes. Es mucha responsabilidad. Y es responsabilidad de todos. No sólo del ecónomo local o provincial.
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