El otro día estuvo hablando conmigo uno de mis sobrinos más jóvenes. No sabe mucho de nuestra vida, de la vida de religiosos y religiosas, pero, cuando le conté algo, llegó a la conclusión de que éramos comunistas. La razón fundamental: que todos los bienes los ponemos en común. Bien pensado, tiene razón. Somos una forma de vida que tiene mucho del ideal del comunismo marxista: una sociedad en la que todos trabajan para un fin común y en la que todos aportan según pueden y reciben según necesitan. Así que no le pude decir que hubiese llegado a una conclusión errónea. Algo de razón tenía.
Pero le pasaba lo que a muchos jóvenes: que su memoria histórica es muy cortita. En realidad, le podía haber explicado que la utopía comunista, como tantas otras aparecidas a lo largo de estos últimos veinte siglos, tienen su fuente y origen en el Reino de Dios que predicó Jesús. El Reino ha sido el gran dinamizador de la imaginación utópica. Un reino de justicia y libertad, un reino de fraternidad y amor. Una sociedad donde a nadie se le deja atrás y donde se comparte lo que se tiene según las necesidades de cada uno. Eso es el Reino de Jesús. Y ése es el ideal de nuestra vida consagrada. Estamos llamados en la Iglesia a cumplir con una misión carismática. Pero no cada uno por nuestra cuenta sino en comunidad, siendo testigos en nuestra forma de vivir de aquello mismo que predicamos: el reino de Dios.
Queremos vivir ya en el reino pero conscientes de que todavía vivimos pegados a la tierra. Queremos vivir ya como resucitados pero todavía no podemos del todo. Estamos en lo que los teólogos llaman “ya sí pero todavía no”. Vivimos en tiempo de Pascua, entre el deseo y la esperanza, forzando la máquina, dando traspiés, pero mirando al horizonte a donde queremos llegar, sin perderle de vista, porque es el que da sentido a nuestro camino.
Todo eso tiene consecuencias para nuestra relación con los bienes materiales, para nuestra forma de llevar y vivir la economía. Ponemos todo en común aunque sabemos que las tendencias egoístas siguen presentes en nuestro corazón. Somos conscientes de que necesitamos los bienes materiales para realizar nuestra misión pero también de que ponerlos en común no nos libera de los egoísmos de grupo. Todavía buscamos demasiadas seguridades.
Es tiempo de Pascua. Y, por eso, tiempo de acelerar el motor del reino. En el tiempo del “ya sí pero todavía no” poner en común nuestros bienes significa compartirlos inteligentemente entre nosotros, al servicio de la misión, y con los que menos tienen. Subrayo lo de “inteligentemente”. Este criterio debe estar a la base de todas nuestras decisiones económicas. Para ser testigos del Resucitado y de su Reino.
¡Feliz Pascua de Resurrección!