En economía siempre hay muchas posibles soluciones o respuestas a los problemas que se nos plantean. Un buen administrador debe ser capaz de asumir riesgos. Su trabajo fundamental es decidir. Decidir entre las diversas alternativas tratando de conciliar las múltiples necesidades presentes y futuras con los recursos, siempre escasos por definición. No hay una sola solución. No hay una sola respuesta. No es verdad eso de que no podemos hacer otra cosa. Hasta el posponer la decisión es ya tomar un camino concreto.
Esto viene a cuenta de que administrar es decidir, tomar decisiones. Hay que hacer esta obra en este colegio o no hay que hacerla. Y en el caso de que se haga, de qué alcance, qué nivel de inversión, cómo se va a financiar, en cuántos años se va a amortizar. Hay muchas preguntas a las que hay que responder y las respuestas son necesariamente muchas y diversas.
Dar una respuesta concreta supone asumir riesgos. Fundamentalmente el riesgo de equivocarse. De que los números no salgan como estaba previsto. De que la inversión no dé los resultados que se suponía que iba a dar. Podemos poner placas solares en el tejado de nuestras casas para generar energía eléctrica (algo que, por cierto, podíamos ir pensando y planificando y presupuestando ya). Pero, dependiendo del proveedor que nos la instale tendrán un precio y unos resultados diferentes. Hay que decidir y decidir es arriesgar.
O se puede hacer una inversión en una obra de apostolado. Es una decisión que a veces se toma con facilidad, basada en el entusiasmo de algunas personas. Y al cabo de pocos años, descubrir que la obra no tiene ni el resultado ni el alcance previsto y que la inversión se ha convertido en realidad en un despilfarro de los siempre escasos recursos del instituto.
Por eso, hay que estudiar los proyectos y sus implicaciones económicas con serenidad. Hay que darles su tiempo. Es cierto. ¡Pero ni la mitad del que les solemos dar! Entre nuestros proveedores ya es común el decir que nos tomamos muchíiiiiiiiiiiiiisimo tiempo para tomar decisiones. En algunos casos, casi me atrevería a decir que en muchos, nos tomamos tanto tiempo que, para cuando decidimos, ya se ha pasado el tiempo y la oportunidad. Hasta el plazo que nos dieron en el presupuesto para dar una respuesta. O, exagerando un poco, hasta cerró la empresa que nos había presentado el presupuesto.
Tendríamos que darnos cuenta de que no tomar una decisión, seguir penando y dándole vueltas a cuestión, es ya una forma de decidir y que ya tiene consecuencias económicas y para la misión. Son consecuencias que hablan de parálisis, de indecisión. Y son siempre negativas.
Porque no es lo mismo no tomar una decisión que decir que no a un proyecto. El “no” puede abrirnos caminos hacia otras alternativas. No tomar una decisión nos deja paralizados, sin movernos del sitio, incapaces de mirar para delante. Retrasar continuamente las decisiones en un continuo proceso de reflexión y revisión (eso que nosotros llamamos discernimiento) habla de nuestra incapacidad para asumir riesgos, habla de falta de liderazgo, habla de instituciones estancadas, sin fuerza vital, paralizadas por el miedo al cambio.
Casi es mejor equivocarse en algunas decisiones que quedarnos en esa situación intermedia, ni para delante ni para atrás, siempre pensando, siempre disimulando nuestros miedos con la necesidad obsesiva de hacer una consulta más y de pensarlo un poco mejor.
La situación actual de los institutos religiosos exige la toma de decisiones arriesgadas, nuevas y creativas en nombre de la misión, en nombre de la atención a las personas, en nombre de nuestro servicio al Evangelio.